domingo, 5 de abril de 2009

Todos morimos un poco…

Todos los que nos sentimos convocados por la necesidad de darle el último empujón a la dictadura, hemos muerto un poco el 31 de marzo.

Sabíamos que el final estaba ahí, al alcance de la mano. Pero aunque todos sepamos de la inexorabilidad de la muerte, ella siempre golpea.

Raúl Alfonsín me hizo descubrir que frente a una realidad aciaga, vale la pena luchar. Y que esa lucha apasiona. Hace unos cuantos años que abandoné la lucha desde el partidismo político (y no tengo dudas de que algunas decisiones de Alfonsín tuvieron protagonismo en eso). Todavía hoy sigo convencido que la brega partidaria ya no es mi lugar. Pero, gracias a Alfonsín y a esa asignación de sentido a la vida de un pibe de 21 años, todavía hoy lucho por cambiar la realidad, y todavía me apasiono, y todavía vivo pensando que algún día vamos a ganar.

De todo lo que leí en estos días, estos dos textos que siguen son los que mejor expresan lo que yo quisiera decir. Vayan pues como mi homenaje, deliberadamente tardío, y con el debido crédito a sus autores y propietarios intelectuales.

La lucha por Alfonsín

Por Andrés Malamud *

¿Un tribuno de la república o un hombre del pueblo? La muerte de Raúl Alfonsín despertó en la intelectualidad porteña una disputa para adueñarse de su memoria. Anticipando la revalorización popular de su figura, aristócratas y neoperonistas se lanzaron al ágora mediática para reivindicarlo como propio. Pero él no perteneció a ninguno de esos bandos.

La lucha política argentina se estructuró durante décadas alrededor de un eje que enfrentaba a Sarmiento e Yrigoyen con Rosas y Perón. Los primeros promovieron la soberanía popular a través de la educación y las instituciones, los segundos mediante la movilización y la conducción personalizada. Alfonsín nunca escondió su pertenencia al primer campo. Respetaba la representatividad popular del otro, pero se reconocía en la socialdemocracia europea y el pensamiento occidental liberal antes que en el particularismo nacionalista. Tampoco perteneció, por supuesto, al sector marginal pero poderoso de la oligarquía. Luchó toda su vida contra el autoritarismo mesiánico epitomizado por Firmenich y Videla. Se alineaba con el campo popular, y por lo tanto contra los aristócratas de la violencia; pero lo hacía desde una concepción universalista, y por eso nunca fue peronista. A los violentos los consideraba enemigos y los combatía con la ley; a los peronistas, adversarios, y los combatía con el voto y la palabra. Negociaba con todos, porque ésa era su concepción de la democracia: la negociación, por oposición a la eliminación. Gozó de las tres cualidades que Weber exigía en un político: pasión, responsabilidad y mesura. Pasión para entregarse a una causa, responsabilidad para hacerse cargo de las decisiones y de sus consecuencias, mesura para no perder perspectiva. Le faltó suerte y le sobraron enemigos, que hoy parecen no haber existido. Carecía de experiencia ejecutiva cuando asumió la presidencia, lo que empañó su legado administrativo pero no el político. Consolidó una democracia defectuosa, pero Argentina ya no toleraba dictaduras perfectas. Sus derrotas lo acercan al héroe trágico pero no le quitan brillo a su memoria. Después de todo, elecciones populares también jubilaron a fundadores de estados como David Ben Gurion y héroes de guerra como Winston Churchill. Sus triunfos valen más. Hugo Chávez y Evo Morales representan, como representó Perón, intereses legítimos de sectores postergados. Pero no es el de ellos el modelo de país por el que Alfonsín se batió. Estadistas como Olof Palme y Felipe González lo encarnaron mejor. ¿Extranjerizante? El lo veía como un modelo universal que había que adaptar a la Argentina. ¿Ambicioso? Sin ambición no hubiera habido octubre del ’83, juicio a las juntas ni democracia a prueba de radicales y peronistas. ¿Imposible? Desistir es un verbo que él nunca conjugó.

Alfonsín no encarnó al estereotipo argentino: eso lo hizo mejor Menem. En la visión de Oliver Stone, no sería Nixon sino Kennedy: reflejaba mejor las aspiraciones de su pueblo que su realidad. Todavía hoy, quizá para siempre, Alfonsín representa a la Argentina que no consigue volver a ser, que quizá nunca más lo sea. Por eso nos conmueve tanto.

* Universidad de Lisboa.

© 2000-2009 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados

---

Fue histórico

(Por Roberto Gargarella, en http://seminariogargarella.blogspot.com", el 3/4/09)

Los funerales de Alfonsín ya pasaron a la Historia: uno de los hechos más notables de la vida política nacional en el último siglo. Lo ocurrido fue histórico por la magnitud de gente, por el silencio y el respeto, el clima de recogimiento, el amor que se percibía en los rostros, las diferencias de edades y clases sociales mezcladas en la multitud.
Vuelve a sonar una nota que escuchamos y discutimos por aquí, hace no mucho: una comunidad a la que se señala rápida e irresponsablemente como apática, despolitizada, de espaldas a la vida pública, desinteresada, egoísta, preocupada sólo por salvarse a sí misma, aparece, de un momento a otro, movilizada políticamente, emocionalmente, durante días. Miles y miles de sus miembros resistiendo horas, bajo la lluvia y la noche, solamente para decirle adiós a un político que acababa de morir.
Algunos quisieron aprovechar lo ocurrido para, intencionada y maliciosamente, marcar contradicciones en el sentir popular: ayer pidiendo que se vayan todos, hoy devota por un viejo político. Pero no es así. Lo ocurrido es una buena muestra de lo contrario, de que la política importó siempre, y de que lo que se rechaza es su degradación, las uvas amargas frente a las cuales la ciudadanía no está dispuesta a engañarse, y que -con razón- no quiere comer nunca más. Nunca más.
No soy de los que piensan que el pueblo no se equivoca. Claro que se equivoca, sobre todo si -como en la actualidad- las condiciones de la política son las peores posibles: la palabra concentrada en pocas voces, el dinero en manos de pocos, desigualdades crecientes en un marco que deja absolutamente en el desamparo y la intemperie a quien queda fuera. Lo verdaderamente extraordinario es que en ese marco tan penoso, tan duro, tan grave, la ciudadanía siga teniendo la sensibilidad necesaria para distinguir lo profundo de lo superficial, lo sacro de lo profano. Más allá de los errores propios e inducidos, es claro que ninguno de los políticos vivos recibiría en sus funerales, hoy, ni la centésima parte del amor y devoción masivas que ha recibido Alfonsín. El pueblo se equivoca, sí, porque -con intención o por desidia- no se crean las condiciones para favorecer lo contrario. Y aún así, a pesar de ello, la comunidad mantiene tanta claridad para reconocer aquello por lo que todavía vale la pena seguir creyendo.